Los niños, independientemente de su edad, están todavía en una relación de dependencia, de cuidados, con respecto a sus progenitores. De esta manera, si los padres se han sabido adaptar, si han logrado manejar las restricciones de la cuarentena sin que se hayan visto afectados emocionalmente, los niños reflejarán esto. Las y los niños suelen ser espejo de las conductas de sus padres: un espejo que amplifica ciertas dimensiones, minimiza otras, pero que siempre tendrá un eco de la manera en que los adultos, las personas que están (supuestamente) a cargo, viven su vida.
Lo importante que hay que entender, para darse cuenta de cómo la contingencia afecta a los niños, es que, para ellas y ellos, sobre todo ha representado una alteración de sus rutinas habituales: dejar de ir a la escuela, dejar de salir de casa, dejar de ver a sus amigos, dejar de juntarse con sus familiares. La interrupción o la alteración de las rutinas infantiles, independientemente de la causa, es lo que provoca estados de inquietud en los niños. Si la alteración es grande, las alteraciones en la conducta de los niños serán grandes.
Pero hay que entender una cosa: las alteraciones de las rutinas infantiles son graduadas, o mejor: tendrían que ser graduadas, moduladas, tamizadas, por los adultos a su cargo. Si los padres no están sabiendo manejar el cambio en las rutinas, si no están sabiendo adaptarse a las alteraciones producidas por la contingencia, verán que sus hijos estarán inquietos, enfadados, ansiosos, con problemas para regular sus horas de sueño y sus hábitos alimenticios.
Las y los niños, en general, tienen una amplia capacidad de resiliencia, es decir: de rebotar de estados alterados, hacia estados de funcionamiento normal, o pre-crisis. Y son resilientes por sí mismos. La interrupción de sus clases sí es una afectación mayor, porque altera todas sus rutinas: a qué hora se despierta, se desayuna, se hacen deberes, se estudia, etc. Pero, si se restituyen estos hábitos y estas rutinas, los niños, por sí solos, vuelven a encarrilarse y a tomar ritmo. Es lo mismo que regresar a clases después de vacaciones: la primera semana suele ser difícil, y quizá la segunda, en menor grado. Para la tercera semana de clases, si todo lo demás alrededor del niño va bien, no existen ya alteraciones importantes.
Y casi lo mismo sucederá en este regreso a clases, después de la contingencia. Ojo: desde luego, hay que tomar en cuenta, precisamente en el periodo de regreso a clases específico que ahora nos toca, lo que no va bien alrededor del niño, es decir, la pandemia. Este es el evento diferente, el que potencialmente puede representar alteraciones en las y los niños. Pero, nuevamente, está en los padres el tratar de regular y de minimizar los posibles efectos perturbadores de la pandemia en sus hijos. Si los padres muestran anticipación, constancia y consistencia, las afectaciones en sus hijos no deberían ser demasiado grandes. El meollo del asunto está precisamente, en que los padres puedan tener esta capacidad de anticiparse, de ser constantes y consistentes.
La “nueva normalidad” tendrá que ser enseñada a los niños de la misma manera en que se les enseña todo: con paciencia, con amor, y tratando de ajustar el mensaje (es decir: lo que se quiere que aprendan), con sus capacidades y sus preferencias individuales. Los niños (como todos nosotros), suelen responder mejor si comprenden el sentido de lo que se les enseña, más allá de los conceptos o las conductas específicas que se quiere que aprendan. Hay que tener la paciencia de repetir los mensajes de una manera clara y consistente. La paciencia es formadora de hábitos: si los maestros, la familia, todos alrededor del niño son consistentes en lavarse las manos, ponerse a distancia, etc., el niño lo asimilará, más o menos en dos semanas (y pueden ser dos semanas, o varias más, de entrenamiento previo al regreso a las aulas, si es que éste se da). Pero hay que ser consistentes. Si a esta paciencia se le acumula que la enseñanza se ejerce en un marco de armonía, de cordialidad, de amor, pues qué mejor: el niño aprenderá más rápido si se le premia y se le reconocen sus aciertos, que si se le castiga y se le recriminan sus errores. Ajustar el mensaje a las capacidades de los niños es clave: los hijos entienden mejor y más rápido, si se les explica, de acuerdo a sus capacidades y preferencias personales. Con los niños pequeños hay que ser más repetitivo, en un tono más juguetón, más lúdico, y de actividades más físicas. Con niños mayores, poco a poco se van utilizando más palabras que acciones.